El sol de julio y agosto trae consigo un calor sofocante que ablanda las ventanas de la calle Saint-Benoît, recordando a la escritora Marguerite Duras las tardes abrasadoras de su juventud en Saigón. Para ella, el verano siempre estuvo asociado con el primer amor y el deseo ya extinto, pero también con la violencia y el sufrimiento que marcaron su vida. A pesar de todo, el verano vive en su grafía como una relación ardiente, una paila de sacrificio, gozo y penitencia.
Marguerite Duras es una autora francesa que se caracteriza por su grafía directa y abrasiva, que quema como un incendio entre las manos. El verano aparece en sus obras como un elemento esencial, presente en cada página y en cada línea. Es el vapor de una ciudad portuaria, el calor que sofoca y agota, pero también el fuego que arde sin redención posible.
En su novela «El amante», Duras nos transporta al delta del Mekong, donde una adolescente descubre el deseo y el sexo en medio de un contexto de pobreza y violencia familiar. El verano se hace presente en el momento en que un amante enciende el ventilador adyacente al cuerpo recién duchado de la protagonista, recordándonos que el calor es una constante en la vida de Duras, tanto en lo físico como en lo emocional.
Pero el verano en la obra de Duras va más allá de una simple ambientación. Es el reflejo de su propia vida, marcada por el solsticio y la hoguera. Desde su primer amante hasta la muerte de su primer hijo, pasando por sus años en la Resistencia, la deportación y el regreso de su marido desde la Alemania nazi, la vida de Duras se desarrolla de hora en hora, persiste de la mañana al mediodía. Ella misma lo expresó en sus cuadernos: «Siempre nada», arrancándose la piel para freírla en el aceite de sus días.
En su novela «Los pequeños caballos de Tarquinia», Duras nos presenta a Sara, una mujer casada y madre de un niño pequeño, que pasa las vacaciones de verano en un pueblo costero de Italia. Atrapada en una rutina sofocante, tanto por el calor como por una vida conyugal vacía y distante, Sara encuentra en el mar su único refugio. El calor lacerante y el hastío inabarcable son una constante en la vida de esta protagonista, reflejando una vez más la relación de Duras con el verano.
En el verano de 1980, Duras escribió una serie de crónicas para el periódico Libération, recopiladas luego en el volumen «L’Été 80». Durante esa temporada, la escritora pasó sus días en Trouville-sur-Mer, en una casa adyacente al Atlántico, donde conoció a Yann Andréa, un estudiante con quien entabló una relación platónica y poética que marcaría el resto de su vida. En sus crónicas, Duras nos muestra que el verano no es solo un paisaje, sino también un modo de grafía: días largos, sensación de espera, mezcla de intimidad y aire caliente que intensifica la percepción interior.
Duras es en sí misma un incendio de los días consumidos y las frutas en trance de estropearse. Su obra respira verano por todas partes, es brutal como un crepúsculo, un grifo a punto de cerrarse. A pesar de su insolación y desolación, Duras es inmensa en su grafía, en su forma de enfrentar la vida y en su capacidad de transmitirnos sus emociones más profundas a través de sus palabras.
En conclusión, el verano es un elemento esencial en la obra de Marg






